Argentina… ¿Qué pasó?

Opinión de Lectores

El lector Juan Galti vuelve a proponer un texto para debatir acerca de las libertades individuales y la participación del Estado.

El 10 de diciembre de 1983 es una fecha icónica para los argentinos. Muchos tuvimos la fortuna de ser testigos de la historia. Ese día, Don Raúl Alfonsín, que había cerrado su campaña recitando el preámbulo de la Constitución Argentina, como una especie de rezo laico, decía en el Cabildo: “Vamos a vivir en libertad, de eso no quepa duda… Los argentinos hemos aprendido que la democracia es un valor más alto que el de una mera forma de legitimidad del poder… Termina hoy el estéril tutelaje sobre los habitantes de este país. Eso quiere decir que el Gobierno retoma su tradición como defensor del Estado de Derecho y de las libertades públicas, y quiere decir también los ciudadanos reasumen el pleno ejercicio de sus responsabilidades.” 

En poco menos de 40 años, como remarca Eduardo Rivas en un artículo de opinión  publicado hoy (19-04) en el diario Perfil, hemos aceptado casi como un dogma sagrado el artículo 19 de la Constitución que textualmente dice: “El Estado dirige, regula y controla la actividad económica conciliando los intereses nacionales, territoriales, colectivos e individuales en beneficio de la sociedad.Artículo 19 de la Constitución de Cuba, aclaro…

¿Qué pasó?

No lo pregunto para obtener una respuesta de la secuencia histórica de los hechos, que muchos hemos vivido. Sí, pasó la híper del 89, pasaron los 90’, pasó el 2001, pasó el kirchnerismo, pasó la grieta, ¿pasó la grieta?, pasó Mauricio Macri y ahora la pandemia del Covid-19.  Pero, reitero la pregunta: ¿qué pasó? ¿Qué nos pasó como sociedad que pegamos un viraje de 180º en la concepción y defensa de nuestras libertades civiles? 

Durante estos años, creo que hemos aprendido, con sus más y sus menos, a respetar el proyecto de vida del otro y no inmiscuirnos en vidas ajenas. En líneas generales, a los argentinos del 2020 no nos importa qué hace el otro en su intimidad, con quién o con cuántos duerme, cuál es su color de piel, qué religión profesa y, en última instancia, si elige auto percibirse como una cabra o como un árbol.

Estos logros sociales, que algunos atribuirían a los 40 años de democracia, -yo no tengo elementos ni para afirmarlo, ni para negarlo- tienen implícito un supuesto extraordinariamente fuerte: que cada uno es dueño de sí mismo. Y ¡ojo!: que cada uno sea dueño de sí es la piedra angular del derecho de propiedad. Es decir, la propiedad privada empieza por uno mismo: por la auto posesión. El corolario de esta afirmación es, desde luego, que nadie puede ser dueño de otra persona. Si alguien tuviera esa pretensión, no solo estaría atacando la propiedad de aquel hombre sino, esencialmente, su condición de ser humano. El ser humano como tal es, por tanto, inalienable.

Demos un paso más. Si yo tengo derecho la posesión de mi mismo (auto propiedad), entonces también tengo derecho a aquello yo mismo produzco. Si lo que produzco es un servicio que intercambio libre y voluntariamente por dinero, ese dinero me pertenece. Y siguiendo el razonamiento, resulta claro que me pertenece también lo que intercambie por ese dinero. Vemos así que la propiedad adquirida por medio de intercambios voluntarios no es otra cosa que un “derecho humano”. De ello se sigue que, si tengo el derecho humano a la auto propiedad, también tengo el derecho humano a lo que intercambio con otros. Entonces, ese derecho, esa propiedad, no puede ser menos que absoluta. Negar que la propiedad privada sea absoluta, es también negar que el hombre tenga derecho a sí mismo.

Y así resulta claro que es absolutamente imposible concebir una sociedad que respete el proyecto de vida del otro, pero que, simultáneamente no respete lo que “tiene” el otro.

Sigamos avanzando. La mayoría de las personas, en general, está de acuerdo con que quitarle al otro lo que tiene, mediante el empleo de la violencia, constituye un robo. Y todavía están de acuerdo en que el robo es algo ética y moralmente reprochable. Obviamente hablamos de lo que el otro tiene en virtud de intercambios libres y voluntarios que ha realizado con personas dispuestas a vender sus bienes y servicios por dinero. Ahora bien, en este punto ha de quedar claro que la propiedad privada de cualquier bien -incluido el dinero- implica la posibilidad de no intercambiarlo, o de no intercambiarlo a un precio que no surja de un acuerdo voluntario. ¿Cómo es posible, por tanto, que asistamos impávidos al espectáculo dantesco de ver cómo los poderes públicos obligan a un comerciante a no intercambiar, o lo fuerzan a intercambiar a un precio determinado? O peor aún, le dicen en qué condiciones puede realizar los intercambios, con quién sí, con quién no y cuándo. ¿No constituye esto una flagrante violación a los derechos de propiedad y, por consiguiente, a los derechos humanos?

Muchas veces se nos dice que esto ocurre “en beneficio de la sociedad” y que, en definitiva, así se combate el “poder económico”.  Pero, analicemos esto un poco más de cerca. Primero, el poder económico es simplemente negarse a realizar un intercambio. Cualquier persona tiene ese poder. Si yo quiero negarme a vender mi auto -es decir, a intercambiarlo por dinero-, puedo hacerlo.  Y si un empresario quiere negarse a intercambiar su dinero por servicios laborales de A, B o C, también puede hacerlo del mismo modo que puede negarse a vender un producto de su propiedad a un precio dado. ¿Qué hay de malo en eso? ¿Quién es “el Estado” para disponer de la propiedad de un comerciante y no dejarlo intercambiar lo que es suyo en los términos que quiera, o alternativamente, forzarlo a realizar un intercambio en términos que éste no quiere?

Si el Estado no es “dueño” de las personas (porque cada persona tiene el derecho a su auto posesión), tampoco lo es de todo lo que estas personas posean en virtud de intercambios libres y voluntarios.  Esto último es lo que responde a la primera cuestión. No puede defenderse a “la sociedad” atacando la propiedad privada que, repitamos, es y debe ser absoluta con independencia de lo que diga la ley. La ley es cuestión de poder, no de razón. El debate que planteo es moral y no se reduce a lo técnico jurídico. No se puede defender al hombre, atacándolo. Como sabiamente decía Frédéric Bastiat a mediados del Siglo XIX: “Cuando la ley y la moral se contradicen una a la otra, el ciudadano confronta la cruel alternativa de perder su sentido moral o perder su respeto por la ley”.

Entonces vuelvo a la pregunta original. ¿Qué pasó? En mi opinión, pasó que, en nombre de los derechos humanos, nos olvidamos de ser “humanos”. Y así, abrazamos ideas que nos conducen inexorablemente a ser esclavos, a entregarle al Estado aquello que no es posible entregar nadie: la auto posesión de nosotros mismos. Los argentinos decidimos ignorar la propiedad privada. Propiedad que empieza por nosotros mismos y que incluye a nuestro patrimonio. Y así, claro, decidimos rebajar nuestra condición de seres libres a la de meros siervos de la gleba. En una palabra, decidimos ser esclavos. Pasó entonces que a casi 40 años de la asunción de Alfonsín, el Estado retomó el estéril tutelaje de los habitantes de este país. Convertimos así a la Argentina en una sociedad de saqueadores. Una sociedad en la que el robo parece ética y moralmente deseable con la sola condición de que quien lo perpetre sea el Estado (por medio de sus funcionarios, obvio).

Tal vez este artículo parezca excesivamente filosófico y poco práctico. No lo es. Y no lo es, porque precisamente, las ideas importan.

Juan A. Galti
Juan.a.galti@gmail.com

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19 abril, 2020
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