Cuando el fútbol detuvo el tren

Columnistas

Martín Zubieta nos lleva a otros tiempos, aquellos en los que un solo evento podía paralizar por completo a todo un pueblo. Ocurrió en Leandro N, Alem, provincia de Buenos Aires, con motivo de un duelo deportivo que, más allá del resultado, dejó una anécdota en cada estación a lo ancho del país.

Estación de tren de Leandro N. Alem
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Escribe Martín Zubieta. Raudo, casi soberbio en su calidad de expreso de larga distancia, el "Aconcagua" nunca paró en la vieja estación, cercana a Junín. Pero aquel día algo pasó; algo grande, inolvidable, imborrable en la memoria de ese pequeño, azorado testigo llamado Martín. Parece cuento, pero la literalidad de la historia dice que Alem e Irigoyen se enfrentaron esa tarde en la llanura bonaerense, no en la encarnizada lid de la tribuna política, sino al compás de una pasión repetida en cada pueblecito donde rueda una pelota.

Era una tarde de domingo, primaveral, irrepetible. Todavía no habían terminado las clases. El lunes había que ir a la escuela. Los años la han transformado en perfecta, aunque ya casi lo era por definición: esa tarde se jugaba la final de fútbol de la Liga entre los dos equipos del pueblo, que se enfrentaban en ese entonces con los dos de Lincoln (Rivadavia y El Linqueño), los de Vedia (Sarmiento y Atlanta) y los de Alberdi (Matienzo y Deportivo). Cuando fui más grande y me encontré con los soberbios relatos de Osvaldo Soriano, cada vez que el Gordo de corazón azulgrana fantaseaba con esos partidos imposibles en algún lugar de la Patagonia o del universo, me acuerdo de ese día de gloria, de esa soleada jornada que es cada vez más fabulosa.

Alem, tal el nombre del pueblo que alguna vez supo ser, almorzó con premura ese mediodía, no se hablaba de otra cosa, no importaban las cuestiones políticas, si Isabelita era una inútil, si el año 1975 era bueno, malo o pésimo o si las inundaciones crónicas de la Pampa Húmeda, que en esos meses habían sido descomunales, empeorarían. Sólo importaba el partido. Todo el mundo sabía que había que hacer después de comer, dónde había que ir y en qué lugar de la cancha había que ubicarse. Todos menos tres: dos de ellos tenían que trabajar sí o sí esa tarde y el otro era mi viejo, a quien el fútbol le importa nada, casi nada o poco menos que nada. Él sí sabía que haría después de almorzar: ya había jugado a la paleta por la mañana, la comida del mediodía seguramente estaba organizada en alguna parte y cuando todo el mundo estuviera con los dedos prendidos del alambrado y gritando como un solo cuerpo de dementes desenfrenados, él dormiría la siesta, religiosamente. El tiempo me ha borrado la certeza, pero no pudo haber sido de otra manera. Pero los otros dos tenían trabajo que hacer, tareas impostergables, funciones indelegables, importantes. Y nadie en sus cabales les hubiese cambiado el turno ni aunque hubiesen ofrecido un beso de Sofía Loren o Brigitte Bardot en parte de pago. Ni lo intentaron. Estaban condenados y lo sabían. Esa tarde se jugaba el clásico y además se trataba de la final del campeonato.

Alem se había fundado a la vera del que luego sería el Ferrocarril San Martín, en terrenos que habían sido propiedad de Martín Irigoyen, con “i” latina, sobrino de Don Hipólito, con “y” griega. Por eso uno de los clubes que jugarían la final se llamaba Irigoyen, los “panza rayada”, con camiseta como la de Talleres de Córdoba, azul y blanca a bastones verticales. Eran los más cajetillas, tenían la sede más linda y habían construido la única pileta de natación, inmensa, del pueblo: allí no había rivalidad, iban todos (íbamos) todos los veranos. Pero no lograban salir campeones y, para peor, el vecino pobre del pueblo, el Club Alem (camiseta blanca igual a la de Huracán de Parque Patricios con pequeños vivos verdes y rosas en el cuello y en las mangas) no paraba de ganar desde 1969 un torneo atrás de otro, todos al hilo.

La mesa estaba servida y los dos tenían un equipazo. Para mi fascinación de pibe de cuarto grado, eran lo más grandes jugadores que existían sobre la tierra. Eran buenos, claro, buenísimos algunos, pero se trataba de una exageración. Yo era (y soy) de Alem, cuya cancha era una maravilla verde, pero que no tenía ni una mesa de ping-pong en la sede. Sólo un bar y ni siquiera daban de comer. El rito de los almuerzos o las cenas fuera de casa se producían todos en el salón del Club Irigoyen, que regenteaba con maestría el gran “Chiquitín” Bengochea, que jamás iba a la cancha (tal vez por eso era amigo de mi papá, que lo conoció apenas llegó como médico al pueblo). Y allí tampoco había demasiada bronca futbolera. Los chistes y las cargadas se reservaban nada más que para los domingos. Pero los “panzas” querían ganar de una vez por todas. Y los tipos que tenían que trabajar sí o sí eran amigos, muy amigos, aunque uno era de Alem y el otro de Irigoyen. Pero si no imaginaban algo rápido, sufrirían como nunca. Ni siquiera había radio, ni siquiera lo transmitían como para escucharlo por la Noblex Karina. Un desastre potencial.

En Alem atajaba el flaco Kalemberg (que había sido suplente de Poletti en Estudiantes de La Plata), el zaguero central era Hugo Henín (un prócer), jugaba el finado Mario Varela, el “nueve” era el “Indio” Forconi (una especie de tanque vestido de blanco), el puntero izquierdo era el increíble Cesar Milliozzi (hacía todo suave, pausado, sutil, parecía el “Negro” Oscar Ortiz pero rubio), el “diez” era un pibe que se llamaba Herminio Báez y era un violinista de la zurda, un talento de esos que hubieran sido lo que no fueron porque nacieron en medio del campo, como el “Palito” Salvatierra, el personaje de Roberto Fontanarrosa, que era mejor que Passarella pero que siempre jugó allí, alrededor de la nada. Arriba, el “Negro” Cos era tan bueno que los viejos, los que sabían de qué se trataba, le decían Mané, Mané Garrincha. Y el “cinco” era el increíble “Tito” D´Antoni, que no era malo ni tampoco demasiado bueno, pero corría, quitaba y hablaba todo el tiempo, con los compañeros, con los adversarios, con el árbitro, con los árboles, un fanfarrón increíble, extraordinario, que siempre decía que era el mejor de todos.

Los otros, los de enfrente, también tenían un cuadrazo. Al arco el “Loco” Rossi, memorable, inmenso, gran tipo, un atajador que gritaba y ordenaba la defensa con un vozarrón inconfundible. Uno de los hermanos Carpanetto era el “dos”, el otro (una luz con rulos despeinados, gran jugador), puntero izquierdo. El “siete”, el “Coco” Garay, el Perra, habilidoso, rápido, gran amigo aunque bastante mayor que yo, veloz, con el cabello como el “Ratón” Rubén Ayala, aquel de San Lorenzo, un fuera de serie, un atacante atroz. En el medio, el patrón era el “Cachila”, Alberto Pedro Montenegro, que además vivía (y vive) al lado de la que era mi casa, una mezcla de Marangoni con “Mostaza” Merlo, con una garra y un carácter de la san puta. Y el “diez” era el “Mingo” Quiroga, uno de los tipos que mejor vi jugar al fútbol en toda mi vida. Hacía lo que quería con la pelota, un genio: había sido el suplente de Bochini en la tercera de Independiente. El “cuatro” era el “Pirincho” González y el “nueve” era una bestia, el “Loco” Aguilar, fibroso, atlético, rápido, ágil, morocho, pintón y goleador. Ahora me doy cuenta, con el tiempo, que se parecería al “Mandinga” Percudani, pero más grande y más alto.

En cancha no faltaba nadie. Estaban todos menos dos, que estaban trabajando. Incluso habían ido los vendedores ambulantes de golosinas, garrapiñadas y frutas, dos veteranos inmigrantes italianos, el viejo Vecchio y “Nicho” Costarella que, como no podía ser de otra manera, se detestaban y no se hablaban: cuando uno encaraba para un lado, el otro lo seguía de lejos, como para no encontrase nunca, así se evitaban con prolijidad. Lo extraño es que ambos aseguraban, en esa media lengua encantadora, que el otro era el fascista y él, el que circunstancialmente hablaba, socialista y viejo partisano. Todas fábulas, seguramente, una y otra, pero fábulas deliciosas.

No cabía un alfiler en la cancha de Irigoyen, rodeada de plátanos, paraísos, eucaliptus y sauces inmensos. Y no había tribunas: la gente se paraba al lado del alambre y de allí para atrás, en orden de llegada. Pero había dos tipos que tenían que laburar esa tarde. Y no lo podían soportar, no había manera. Era el acontecimiento del año y ellos ni siquiera la iban a mirar de afuera porque la estación de trenes estaba como a diez cuadras. El “Amarillo” García y el “Petiso” Biotti estaban de turno y no podían salir de allí, hipotéticamente.

En esa época los trenes existían y se detenían en los pueblos de la Argentina. Había uno “local” entre Junín y Rufino (al sur de Santa Fe) dos veces por día y otra formación, también dos por día, que hacía Buenos Aires-Rufino, con paradas en Mercedes, Chacabuco, Junín, Saforcada, Alem, Vedia, Alberdi, Perkins, Rufino. Pero había otros, además de los eternos y lentos cargueros, los rápidos, que no paraban, pasaban como un viento, velocísimos, y toda la estación temblaba, como el Aconcagua, formaciones que partían de la Capital y viajaban hacia Mendoza con un par de detenciones en las ciudades más importantes (Alem no era una de ellas, ni siquiera es ciudad).

Para estas especies casi extinguidas del territorio nacional, había un aro de madera fuerte, forrado con tela gruesa, que tenía un boleto en su interior y que el maquinista enganchaba con un brazo de metal mientras la formación pasaba a toda velocidad. Ese boleto le indicaba al conductor que tenía vía libre entre, por ejemplo, Alem y Vedia, la próxima estación. El maquinista, casi al mismo tiempo, arrojaba sobre el andén el aro con el boleto que había “atrapado” en el pueblo anterior y que le señalaba que había vía libre hasta Alem y así sucesivamente.

La historia cuenta que el Amarillo y el Petiso no aguantaron más y se mandaron a mudar, se fueron al carajo, partieron rumbo a la cancha en bicicleta y dejaron la pequeña estación vacía, sola, abierta, sin nadie. En el raje, ni se acordaron de colgar el anillo con el boleto de vía libre. Esa tarde, a la hora del partido, pasaba el Aconcagua.

Y pasó. Pero no pudo seguir: la falta del “pase” le impedía avanzar hasta la próxima estación. Frenó, frenó lejos, como a cinco o seis kilómetros de la estación, justo cuando ingresaba a la estancia “Bagual” y regresó marcha atrás hasta Alem, un lugar fantasmal, con nadie en la calle. Ni siquiera la vieja Mendizábal, que vivía enfrente, había salido a mirar que pasaba con su habitual silla de esterilla. Hasta ella parecía estar viendo Alem-Irigoyen. En el tren viajaban más personas que las que vivían en todo el pueblo y la estación, ni hablar, sólo tiene un baño y una sala de espera. Nada de bar, nada de asientos. Toda la gente deambulaba sin saber qué hacer y sin alejarse demasiado del tren, por las dudas. No había un alma, nadie. Sólo la multitud itinerante que no entendía que sucedía ni dónde estaba: Alem no suele figurar en los mapas.

El Amarillo y el Petiso, que tenían que trabajar, se las habían tomado. Y los cuatro o cinco policías del pueblo, naturalmente, estaban en la cancha por elementales cuestiones de seguridad, aunque jamás había problemas, excepto algún que otro borrachín fácil de advertir porque fatalmente los candidatos eran siempre los mismos. Tampoco se podía llamar por teléfono, porque los aparatos de la vieja ENTEL eran “a manija” y es probable que nadie supiese usarlos. Incluso, aunque, las versiones discrepan, todavía hay quienes sostienen que ese día a esa hora en la Unión Telefónica tampoco había nadie: dicen los lenguaraces de siempre, aunque sólo se trata de una versión ahora imposible de verificar, que el “Cholo” Vives también estaba en la cancha.

El caos era absoluto, con el larguísimo Aconcagua, el magnífico expreso de larga distancia, detenido, esta vez sí, como para refutar el axioma, en un pueblo chico. La exasperación aumentaba. La caravana llena de banderas blancas dobló la esquina del bar de Clarita Montenegro (la madre del “cinco” de Irigoyen), que estaba cerrado y queda a la vuelta de la estación: había ganado Alem y de esa forma logró su nosecuanto campeonato consecutivo (el último hasta hoy, creo).

No recuerdo el resultado, pero uno de los goles lo hizo Huguito Henín de tiro libre (le pegaba con un fierro). Yo venía atrás del jeep del Vasco Urdaniz junto a mi amigo Javier Repetto, y a mi lado estaba Alfredo Guillotti, ese día arquero suplente de Alem, con su buzo amarillo inconfundible, a los gritos. Creo que le había apostado un lechón a alguien o algo así, además. No entendía que hacía toda esa gente allí, aunque después, al otro día, el tema no era otro: a los policías que estaban en la cancha alguien les avisó del papelón y ellos, ellos mismos, llevaron al Amarillo y al Petiso hasta la estación. El recibimiento no fue de los mejores y el despelote era mayúsculo. Después de dos horas, el Aconcagua partió rumbo a su destino. No sé con cuánto retraso habrá llegado a Mendoza. Lo cierto es que por única vez en la historia, el Aconcagua paró en Alem y que a la noche, en la cena de los campeones que se hizo donde ahora está la cancha de voley y a la que mi padre me llevó, todos los jugadores me firmaron un banderín blanco con el escudito del club. Todavía lo tengo.


*Publicado por primera vez el 29 de noviembre de 2006

Texto y audio: Martín Zubieta
Prólogo: Rodolfo "Pancho" García

9 agosto, 2020
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